En Egipto, una población sedentaria, que vivía de la agricultura y de la ganadería, estaba establecida en las márgenes del Nilo desde el Neolítico. A lo largo de unos tres mil años de historia, desde el 3100 a.C., se desarrolló allí una civilización portentosa, fuertemente condicionada por la geografía, entre el imponente desierto y las aguas benéficas del río; la religión, cuyos sólidos principios regían toda la vida del antiguo Egipto, y la monarquía, encarnación de la divinidad en la tierra. Como consecuencia de todo ello, el arte es imponente, sobrecogedor y grandioso: en su contemplación percibimos una sensación de inmutable intemporalidad que nos habla de las aspiraciones de eternidad con las que fue concebido.
En el Oriente Próximo, en particular en la región del Tigris y el Éufrates, una zona con grandes posibilidades agrícolas llamada Mesopotamia, que en griego significa «entre ríos», aparecieron complejas sociedades urbanas, desarrolladas en paralelo a la historia egipcia. Sucesivas civilizaciones se asentaron sobre esa zona, aunque cada una tiene su propia personalidad. Las manifestaciones artísticas nos descubren la complejidad de la estructura social, con los distintos grupos humanos, y la estrecha vinculación entre el poder político y el religioso.
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